No nos pidan que volvamos al silencio

Y todavía nos preguntan por qué la rabia
¿acaso tengo que agradecerle a mi madre
que cobije con bondad la mano que se metió
en la inocencia de mi hermana?
Canto XXV
Yuliana Ortiz Ruano, poeta esmeraldeña

Por Cristina Arboleda Puente e Isabel González Ramírez

El silencio ha sido una cárcel para las mujeres. “Calladita se ve más bonita” es un dicho popular que ha moldeado a las generaciones en Latinoamérica y que revela cómo a las mujeres nos ha correspondido callar. A pesar de los avances, levantar la voz sigue siendo peligroso. Pero también urgente.

El 2016 fue un año para gritar en la región, donde al menos 12 mujeres son víctimas de feminicidio al día, según la Cepal. El asesinato de Marina Menegazzo y María José Coni en Ecuador, el argumento de la alcaldía de Bogotá al culpar a Rosa Elvira Cely de su propia muerte, la violación de 33 hombres a una adolescente en Brasil y la crueldad con que violaron, empalaron y mataron a Lucía Pérez en Argentina, motivaron cientos de movilizaciones y, en noviembre, desembocaron en una marea que marchó bajo las consignas de Ni Una Menos y Vivas Nos Queremos para exigir respuesta a la brutalidad de la violencia de género en América Latina.

primeracoso

Un secreto a voces

“A las mujeres nos han enseñado a aguantarnos todo, a complacer y aceptar”, dice Catalina Ruiz-Navarro, feminista, columnista colombiana y creadora del hashtag en español #MiPrimerAcoso que se utilizó más de 100 mil veces en Twitter el primer día de su lanzamiento en abril de 2016. Bajo esa etiqueta miles de mujeres contaron su primer acoso en 140 caracteres.

En Ecuador, la estrategia se replicó el 13 de enero de 2017, tras la denuncia de la artista Polina Cold contra su agresor y expareja, el dj Efraín Granizo. El hecho desató otras denuncias en redes sociales, por lo que las activistas Verónica Vera y Kika Frisone decidieron crear el grupo secreto de Facebook, #PrimerAcoso #NoCallamosMás. Dos días después, éste contaba con 2 mil participantes y los testimonios aumentaban cada minuto. A los cinco días, éramos 25 mil mujeres hablando por primera vez sobre el acoso y la violencia.

“Voy a contar mi #PrimerAcoso, pero no el único ni el peor”. Así comienzan muchos testimonios. Lo evidente es que casi todas las agresiones ocurren en espacios que las mujeres consideramos “seguros” como la casa y la escuela. Los agresores, además, hacen parte del círculo íntimo: son sus parejas, padres, tíos, abuelos, primos, profesores y amigos. Y en la mayoría de casos suceden más de una vez.

Es imposible tratar la violencia como un tema privado. Estefanía Altamirano, integrante de la organización feminista Surkuna, encargada de brindar asesoría legal, considera que el grupo visibiliza cómo la violación y el incesto están enraizados en la vida de las mujeres ecuatorianas. “La violencia hace parte de sus vidas y expresa la brutalidad y el odio contra ellas”, afirma.

Para Joel Audi, encargado de acompañar psicológicamente a las mujeres que publican en #PrimerAcoso, “existe una ley del silencio para no romper el equilibrio dentro de las familias”. Este pacto invisibiliza la violencia como si fuera un hecho aislado, hace que la víctima se sienta culpable y no quiera hablar.

El grupo permite hablar sobre experiencias dolorosas y aplaca la incomodidad de hacerlo personalmente. Allí se viralizan las historias y con esto el mundo dimensiona la situación. En México, relata Ruiz-Navarro, al segundo día de la campaña la gente vio cómo todas las mujeres de su vida contaban una experiencia. “Dejamos de ser una estadística abstracta. Esas historias tenían cara, eran personas y es más fácil empatizar con personas reales que con cifras”, comenta.

En Ecuador no fue distinto. #PrimerAcoso recogió 27 mil testimonios. El muro se llenó de historias de amigas y conocidas, hermanas, esposas, madres e hijas que se dieron cuenta de que habían vivido episodios de violencia de los que nunca hablaron por miedo y vergüenza.

Hablar y liberarse

Cuando una mujer cuenta su historia de violencia da herramientas a otras para hacer lo mismo. Mayra Lana (32) es abogada, escritora, feminista y mamá. Publicó en el grupo su historia y las fotografías de la agresión que sufrió en marzo de 2016, cuando su expareja le golpeó, pateó y bañó en agua fría. Su hijo menor fue testigo. Sus vecinos, también. Nadie llamó a la policía. Luego, se mudó por vergüenza. “Rompí el silencio cuando me di cuenta que me iba a dañar toda la vida”, dice con el cabello mojado después de caminar bajo la lluvia durante la marcha del 8 de marzo en Quito.

“Mi mamá me dijo que me había buscado lo que me pasó. Sentía que me iban a juzgar porque ya había fracasado con el padre de mi primera hija y, si ocurría de nuevo, sería mi culpa. Tenía en mi interior la esperanza de volver con él. De que iba a cambiar, de que seríamos felices. Por eso no hablé antes”. Después de publicar en #PrimerAcoso, el agresor hostigó a Mayra otra vez. Desde entonces recibe acompañamiento legal y psicológico coordinado por las administradoras del grupo.

En el caso de Lilith Castro (42), secretaria, madre y rescatista de gatos, su familia siempre supo de las violaciones por parte de su abuelo desde los 6 años, los maltratos de su esposo desde los 17 y otra violación que padeció en la calle, a los 32. Su madre también le dijo que debía callarse:“Eso sólo les pasa a las callejeras, si hubieses estado en casa nada hubiera pasado”. Después de escribir su historia lloró mucho, pero se sintió mejor.

A Valeria López (35), quien trabaja en una universidad, le pasó igual. No se había atrevido a contar la historia completa. “Yo pensaba: ¿qué van a decir si se enteran que además de dejarme, me pegó, me robó y me maltrató psicológicamente?”.  Valeria tuvo que escaparse de Quito. “Tenía miedo y un nivel de ansiedad espantoso, estaba enferma y acabada”. Al llegar a Ambato, temía que la señalen. “Ahora que lo hice público he recibido palabras de ánimo y ayuda. Una no debe consumirse sola frente a un maltrato”.

Las miles de historias de #PrimerAcoso son desgarradoras. Pero también muestran la resistencia y la resiliencia. Las mujeres comparten, en este círculo de confianza, las estrategias que usan para ponerse de pie y no callar frente a la violencia. En eso están Mayra, Lilith y Valeria. Las tres intentan reponerse y continuar su vida. Han recurrido a tratamientos psicológicos y psiquiátricos y en el grupo construyen una historia común y liberadora.

 

No callamos más

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Foto: Francisco Hurtado

“No eran calladitas, eso no les gustó; defendieron sus derechos y el Estado las quemó”, se lee en uno de los carteles a las afueras de la Embajada de Guatemala en Quito, donde el jueves 16 de marzo se protestó por la muerte de 40 niñas y adolescentes guatemaltecas al interior del Hogar Seguro Virgen de la Asunción. La revista Nómada recoge algunas razones de esta “rebelión de niñas”, como la llamaron los vecinos del lugar. Las niñas gritaban: “Viólennos aquí, delante de todos. Vengan a violarnos pues, si eso quieren otra vez”. La revuelta terminó en un incendio que nadie controló.

Gritar es peligroso. ¿Por qué la sociedad teme que las mujeres rompan el silencio? “Hablar incomoda a los agresores, al Estado cómplice que no hace lo suficiente para detener la violencia y también a la sociedad que calla”, opina Altamirano. En #PrimerAcoso hubo comentarios para advertir que era irresponsable destapar la violencia de esa forma. Pero otras mujeres del grupo respondieron: “No nos pidan que volvamos al silencio”.

Ruiz-Navarro llama la atención sobre los juicios que emitimos. “No podemos pensar que las mujeres que aún no hablan son unas pendejas”. Denunciar tiene implicaciones y es un proceso revictimizante, tanto por la ineficacia de la justicia, como por las consecuencias que trae a la mujer que lo hace. Hay que creerle a la víctima y no ponerla en duda. Cuando alguien dice “me robaron la billetera”, nadie cuestiona: “¿pero si tenías billetera?”, “¿no sería que la llevabas en un lugar muy fácil de robar?”, “¿de verdad se te la robaron?, “yo he escuchado que hay denuncias falsas de robo de billetera”, ejemplifica.

Y después de hablar, ¿qué?

La transformación debe ser estructural. A las familias, las escuelas, las iglesias y los Estados les corresponde desnaturalizar la violencia como una forma aceptada de relacionarnos. Altamirano opina que se debe pasar de educar sólo a las mujeres para protegerse: “No salgas hasta tarde, no vayas sola, ten cuidado”. Hay que eliminar las ideas tradicionales que dictan qué es ser mujer y ser hombre y lo que se les permite a cada uno.

Los testimonios de #PrimerAcoso denotan que hace falta conversar con los niños y las niñas sobre el consentimiento, la diferencia entre decir sí o no. Ruiz-Navarro aclara que “esto debe hacerse desde las edades más tempranas para que no sea tan difícil desaprender todas estas formas violentas del sexo en la adultez”.

Es urgente involucrar a los hombres. Los niños necesitan conocer otras formas de ser y sentirse masculinos, de tramitar las emociones sin violencia. Audi dice que prevenir es más efectivo que castigar. Cuando el derecho impera no elaboramos ni superamos la dependencia emocional. “La judicialización no permite el cambio interno porque provoca una ruptura, por eso debería ser la última herramienta”.

Las mujeres no sólo estamos hablando. Desde #PrimerAcoso han surgido estrategias concretas: clases de autodefensa, acompañamiento psicológico, asesoría jurídica y la articulación con la plataforma Vivas nos Queremos son acciones que buscan politizar la rabia y convertirla en el motor de los cambios.