Cenizas, la segunda película del director ecuatoriano Juan Sebastián Jácome, se estrenó
el fin de semana y estará en cartelera hasta el 25 de junio.
Una erupción del volcán Cotopaxi asusta a Caridad. A solas, en la casa de su madre difunta, ella siente el peligro de un desastre inminente y decide llamar a su padre, Galo, a quien no ha visto hace muchos años. Ese es el inicio de Cenizas, la nueva película del director ecuatoriano Juan Sebastián Jácome, que gira en torno a los secretos y el abuso sexual en las familias.
Uno de las principales aciertos del filme es abordar el tema de la violencia sexual sin estridencias ni sensacionalismos. En esa sobriedad, se vale de pocos personajes: Caridad, Galo y Julia, su nueva esposa. Los diálogos son precisos y el silencio también es un protagonista que cuenta más de lo que calla.
Pero la sencillez no impide que la película profundice en la complejidad de la violencia y en el retrato humano de las víctimas y de los victimarios. Cenizas hace un retrato fiel del agresor, sin dejar de visibilizar la tragedia que implica el abuso.
Galo, el anti-monstruo en Cenizas
Los estereotipos son peligrosos. Nos pueden hacer pensar que todos los agresores son monstruos de aspecto temible que podemos reconocer con facilidad a kilómetros de distancia. Nada más alejado de la realidad. Los agresores suelen ser personas con las que tenemos vínculos de afecto, confianza o admiración.
En Ecuador tenemos ejemplos reales: los abusadores pueden ser curas carismáticos, como Intriago en Guayaquil; poderosos y respetados como el sacerdote Cordero en Cuenca; una eminencia del arte como el docente expulsado de la Universidad Central o una persona de “hoja de vida intachable” como el profesor de natación que violó a un niño en el colegio La Condamine.
Dejar de pensar que los agresores son “monstruos”, que están “enfermos” o “locos” también evita que se quiera explicar su conducta o restarles responsabilidad. La gran mayoría de abusadores agreden con plena conciencia de lo que hacen. No son bestias irracionales que están fuera de sí. Como afirma el psicólogo Joel Audi, “el monstruo es una figura arquetípica que está fuera de lo humano, que nos distancia y que queremos esconder”.
En Cenizas, Galo representa a los agresores de carne y hueso. Hay quienes reclaman que Jácome no muestra claramente que Galo es el villano de la película. Pero es que, en la vida real, los agresores no son monstruos. Con la actuación magistral de Diego Naranjo, el personaje de Galo despierta ternura, provoca risa y muestra fragilidad, sin que estas características le quiten gravedad al delito que cometió.
Pero no hay que confundirse, al humanizar al agresor no se hace una apología del victimario sino que se pone sobre la mesa la complejidad de la violencia sexual, la situación que vive el propio Galo, la duda que siente su hija y la difícil relación que mantienen ambos.
Tomar en cuenta que los agresores son personas cercanas y sin rostros temibles también es una alerta para que abramos nuestros ojos sobre los vínculos más íntimos, sobre nuestros propios entornos donde alguien podría estar siendo abusado.
El silencio no cura nada
El silencio es uno de los principales elementos de la película de Juan Sebastián Jácome. Su intención fue llevar a la pantalla esa actitud de callar que había visto desde que era niño: había cosas sobre las que no se podía hablar o sobre las que era mejor no preguntar.
En la película, Caridad, interpretada por la actriz Samanta Caicedo, no sabe bien qué hizo su padre. Sabe que le hizo cosas malas a su hermana, Lisa. Pero tiene demasiadas dudas. Juana Estrella le da vida a Julia, que es la nueva pareja de Galo, quien tampoco está segura de lo que sucedió. Y es que frente a la violencia sexual, las familias, las escuelas o las iglesias optan por hacer pactos de silencio para resguardar el buen nombre de las instituciones por encima de la vida y la integridad de las personas.
Pero con el silencio y el paso del tiempo, esas heridas se van profundizando hasta que estallan como el volcán. En el camino, como sucede con Lisa, las víctimas y sus familias han enfermado o incluso han muerto, como la mamá de Caridad.
El pacto de silencio en cambio protege a los agresores. Para las víctimas, que suelen ser manipuladas para callar, romper el silencio no es fácil. Más aún cuando el agresor es un familiar; un padre o un padrastro, como Galo, con quien existe un vínculo de cariño.
Simplificar esas relaciones entre las víctimas y los agresores también es nocivo. Muchas veces se culpa a la víctima por haber callado, desconociendo el dolor, la confusión y el miedo que están detrás de su silencio. Sí, los delitos sexuales deben ser denunciados, investigados y juzgados. No se puede mediar en estos casos, pero no podemos dejar de considerar las dificultades (emocionales, sociales, culturales y económicas) que enfrentan las víctimas.
Las familias que callan forman la sociedad sumisa y frustrada que somos. Hemos enterrado tantos abusos bajo la alfombra que terminamos por pensar que la violencia es una forma inevitable y hasta necesaria de relacionarnos (basta ver la defensa al inspector que educa a palazos en el Colegio Mejía de Quito). Cenizas es ese reflejo de lo que somos. Mirarnos en esta película es una oportunidad de hablar y sacudirnos del silencio.
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